Recuerdo un Sábado de principios del año 2003. Que más dan las circunstancias que me llevaron allí, lo que importa es que, durante aquel invierno, habité un piso compartido y mi dormitorio de estudiante no tenía ventanas. Era luminoso, la pared frontal era una puerta-ventana orientada al norte por la que se salía a una pequeña terraza que miraba al Coso Alto y al casco antiguo de la ciudad desde su altura sin obstáculos, pero sus paredes laterales de color blanco desnudo estaban tas tristes y vacías como mis secretos sentimientos.
Recuerdo un Sábado de principios del año 2003, cuando a media tarde sentí, por primera vez en mi vida, un deseo irrefrenable de pintar. Deseo imperioso que me costó esfuerzo calmar, porque tenía a mi disposición pinturas pero no pinceles que pudiera usar. Después de desechar ideas absurdas que incluyeron cortarme un mechón de pelo para fabricar uno, comprendí que era mejor aprovechar el paseo con mi perro Fred para ir a buscar uno donde sabía que lo podía encontrar, y esperar del día siguiente que volviera la luz natural.
Recuerdo un Domingo de principios del año 2003 durante el que, a modo de trampantojo naif, abrí una ventana en mi dormitorio a un ocaso que cada tarde pudiera mirar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario