Siendo muy niña, quizás 8 años, me echaron de la capilla del antiguo convento de las Siervas de María, situado en la plaza de la Catedral, escenario que guarda los juegos de mi niñez.
Había ido sola a misa, (en aquella época, a esa edad, se era autónoma para muchas acciones). Ese domingo la capilla estaba abarrotada, me tocó quedarme de pie al fondo junto a otras personas que no teníamos asiento en los bancos.
Justo durante el sermón empecé a toser. Uno de esos ataques de tos impertinente, irrefrenable, parecía que me ahogaba. Nadie se apiadó de mí. La gente a mi alrededor se removía mirándome molesta. Una monja se me acercó y, ni antipática ni amable, me pidió que saliera para que pudiera continuar el servicio. Yo obedecí, claro.
No me resulta fácil describir mi sentimiento cuando se calmó mi tos, pero ha quedado en mi recuerdo esa sensación de no saber decidir entre la culpa, el alivio, y la ignorancia de no saber si tenía que volver a entrar o no. No me atreví.
Es triste lo que la religión causa a los niños. El día de mi primera comunión, en un momento relajado en la plaza, empecé a girar porque me encantaba el vuelo que levantaba la falda de mi sobrio hábito blanco de monjita. Un amargo pensamiento cruzó mi mente cuando me di cuenta de lo poco que me había durado el estado de pureza, porque no dudaba de que mi alegría por ese juego debía de ser pecado. Hacía 12 días que había cumplido 7 años.
¡Maldita sea la religión que lastra la infancia.
2 comentarios:
Maldita sea incluso de adultos.
Mucho más siendo mujer
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