domingo, 26 de septiembre de 2021

PEQUEÑA INVESTIGACIÓN ZOOLÓGICA


Esta primavera un ánade anidó en el estanque del parque del Padre Querbes. 
Ocho patitos rompieron el cascarón y me divertía mucho verlos nadar a toda velocidad detrás de su madre, así que muchas tardes el objetivo de mi paseo me llevaba a buscar la sonrisa de ir a visitarlos.
La primera acción que me liberó de la mera contemplación fue por empatía maternal. Me daba pena esa abnegada madre que, no solo tenía que buscarse su propio alimento, sino preocuparse de que todos los patitos comieran. Quería ayudarla, así que empecé a llevarme rodajas de pan que desmenuzaba esparcidas para intentar que todos los patitos comieran pequeñas migajas, sin olvidar a la madre que me reclamaba su parte con un ligero parpeo que no sonaba cua-cua.
Llegó el verano y las familias invadieron el parque, como es natural, y empecé a escasear mis visitas porque la competencia de observadores ya no me permitía la anterior intimidad, y porque me di cuenta de que no era la única que los alimentaba, y eso me tranquilizaba. Además el calor añadía a su alimentación el aumento de insectos y larvas atrapados entre las hojas de los parterres de nenúfares.
Dos se habían quedado por el camino, triste que no extraño entre la fauna en libertad, pero los otros crecían a buen ritmo abandonando el plumaje infantil y descubriendo, como en un romance medieval, a seis hijas hembras igualitas a su mamá.
Daba gusto observarlas en su búsqueda de sustento porque el agua de este estanque suele estar muy clara y se las podía ver buceando en picado y emergiendo de golpe como patitos de goma en una bañera.

Empezaron de nuevo las clases y la escuela devolvió la tranquilidad a las mañanas de paseo hasta el parque y poder observar. 
Hoy, de camino, me he aprovisionado de pan. Temo que este grupo de hijos tan crecido que ya no se distingue a la madre, no obtenga suficiente alimento y opte por volar.
En cuanto he llegado se han ido acercando cinco mientras dos permanecían sesteando en la pasarela de madera hasta la que ya pueden saltar.
He empezado a echarles migas al agua en varias direcciones para que todos las pudieran alcanzar y de pronto una de ellas ha atrapado al vuelo uno de los cachitos de pan, con un gesto tan canino que me ha despertado la curiosidad de saber si sabía hacerlo o solo había sido casualidad.
¿Qué poco conozco el mundo animal? Sobrevaloramos la inteligencia del perro y ya hace tiempo que sospecho que muchas otras especies, incluso silvestres, se comportarían de igual modo manteniendo contacto humano con esa misma asiduidad. 
Aseguro que pocos ensayos han sido necesarios para que todos las atraparan al vuelo, y epatada me he quedado al recordar, en su mirada expectante, la de mi perro Fred cuando vigilaba mi mano esperando la chuchería que le iba a lanzar. 
No creo que nadie me haya visto, menos mal, porque entre risas y lanzamientos casi me he puesto a bailar.
Mi curiosidad me pedía más y me he acordado de los dos que dormían y se iban a quedar sin pan, así que me he acercado y he avanzado muy tranquila hasta llegar a escasos tres metros de ellos y me he sentado en el suelo porque no los quería asustar. Uno se ha despertado, el otro no, le he lanzado una miga y ha ido a por ella pero se ha caído por entre las ranuras de la tarima. Tras tres intentos fallidos, he optado por alargar mi mano todo lo posible hasta dibujar, como mi tocaya Gretel, un caminito hasta mi vera, de migas de pan. 
Me he quedado quieta, mirando hacia otro lado, esperando que se atreviera a acercarse, y creo que ya no es sorpresa que diga, que con timidez se ha ido acercando y comiendo cada vez un pasito más.
La ambición me ha tentado y cuando estaba a medio metro la he querido fotografiar, pero al sacar el móvil, mi amiga se ha alejado dándome la espalda, tendría que volver a empezar y como ya no me quedaba pan los he dejado en paz. Ya volveré otro día, quiero saber hasta dónde puedo llegar.    

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