La primera vez que participé en una competición deportiva tendría unos 8 años. Recuerdo vagamente haberme quedado una semana, tras las clases de las tardes, para aprender una tabla de ejercicios al uso de la época, probablemente una innovadora gimnasia sueca impartida en los pasillos de la Escuela Normal por Doña Carmen Bosque, profesora histórica con la que aun coincido de vez en cuando por las calles de esta ciudad.
El último día mi madre vino a la escuela por la tarde, no me podía quedar . No recuerdo porqué, pero debía de ser un motivo tan imprescindible como para obligar a mi madre a dejar de trabajar a esa hora. La profesora le indicó la ropa que debía llevar y el lugar al que debía acompañerme al día siguiente para la demostración de lo que habíamos aprendido.
El sitio resultó ser la pista deportiva de las instalaciones de la desaparecida piscina Almazán. Con colores blanco y azúl nacional, me colocaron por mi altura al hipotético final de un espacio rodeado de espectadores. Con soltura ejecuté los movimientos hasta el final que conocía. A partir de ese momento, media docena de mis compañeras empezaron a retroceder ordenadamente su posición hasta colocarse sentadas a mis espaldas, mientras la otra mitad de las chicas formaban una fila india a unos pasos de un aparato que colocaban delante de ellas. Yo no había visto un potro en mi vida, pero en cuanto vi que la primera niña corría y lo sobrepasaba en un salto apoyando en el sus manos, sabiamente opté por retroceder un paso y sentarme.
Mi madre me llamó cobardica hasta que comprendió que ese salto lo había enseñado la profesora la tarde anterior en mi ausencia.
Me dolió el error de mi madre. Esta cobarde declarada y artista nata JURA que mi precoz lógica escénica me llevó a deducir que de entre los dos papeles que el resto de las chicas conocían de antemano, el que yo sin duda sabía hacer era retroceder y sentarme.
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