Aunque la mona se vista de seda, seda se queda.
Érase una vez un hombre y una mujer que coincidían a menudo paseando sus perros por un pequeño y recoleto jardín del vecindario. Poco a poco nació entre ellos un cierto sentimiento de curiosidad que hubiera podido convertirse en amor, pero las circunstancias no eran muy favorables. Diferencia de edad contra la mujer y círculos sociales contrarios.
A la mujer no le importaban las consecuencias de esta relación hecha a base de encuentros fortuitos y escondidos, pero el hombre prefería conservar sus amistades por miedo a la soledad.
Una fría noche de Febrero la mujer salió a dar su rutinario paseo. El hombre, que vigilaba su llegada desde la ventana, le salió al encuentro. No podría haber elegido peor ocasión. La mujer no se encontraba muy bien, resfriado, dolor de cabeza. Se sentía fea, despeinada y mal vestida. Pero estaba tan emocionada de ver a su amor, que se quedó en el jardincito con él.
La mujer recogió los mínimos excrementos de su perrito en una bolsa. Como no había papelera cerca, la mujer se guardó la bolsa en el bolsillo derecho de su amplio gabán para deshacerse de ella más tarde, cuando continuara su paseo. Gesto escatológico que, sin embargo, la mujer entendía de lo más natural (Una bolsa de plástico cerrada sigue siendo lo mismo independientemente de lo que guarde en su interior).
Lo único que esta pareja había compartido era la lectura de la novela “El Alquimista”. La mujer intentó convencerlo del paralelismo de su situación, de buscar juntos un sueño que compartir. El hombre prefirió la comodidad mediocre del oasis familiar a la aventura de cruzar el desierto.
Los sentimientos se enfriaron cuando los problemas aumentaron y al final dejaron de verse. La mujer lo pasó muy mal, pero poco a poco fue olvidando ese amor que nunca llegó a cuajar. El tiempo pasó. Un año después el hombre volvió a interesarse por la mujer. La seguía por los bares que ella frecuentaba intentando, sin gran éxito, reanudar su relación. Pero ella, desengañada, no quería saber nada de sentimientos mediocres, y lo rechazó.
Curiosamente tres únicas noches volvieron a encontrarse, y las tres veces coincidió que la mujer, por diversas circunstancias casuales, llevaba una pieza diferente de bisutería en el bolsillo derecho de su ropa.
La primera vez, una pulsera que no había podido abrocharse sola. Era una correa de cuero rematada por dos piezas metálicas en forma de macho y hembrilla. La segunda un pendiente que le hacía daño por no ser de metal noble y acabó guardado en el bolsillo. La tercera vez un collar plateado parecido a una correa para perros que una amiga acababa de prestarle para que lo luciera en otra ocasión.
Las tres joyas tenían cierto simbolismo sexual por su forma y modo de abrocharse. Así que la mujer supuso divertida que era una especie de compensación mágica de alquimista. Aquella bolsa de excrementos que una vez se guardó en el bolsillo del gabán, convertida en joyas de tan escaso valor como lo había sido su relación.
También se convenció de que las joyas simbolizaban las relaciones sexuales que ya nunca tendrían.
Definitivamente, nunca hubo un anillo.
Érase una vez un hombre y una mujer que coincidían a menudo paseando sus perros por un pequeño y recoleto jardín del vecindario. Poco a poco nació entre ellos un cierto sentimiento de curiosidad que hubiera podido convertirse en amor, pero las circunstancias no eran muy favorables. Diferencia de edad contra la mujer y círculos sociales contrarios.
A la mujer no le importaban las consecuencias de esta relación hecha a base de encuentros fortuitos y escondidos, pero el hombre prefería conservar sus amistades por miedo a la soledad.
Una fría noche de Febrero la mujer salió a dar su rutinario paseo. El hombre, que vigilaba su llegada desde la ventana, le salió al encuentro. No podría haber elegido peor ocasión. La mujer no se encontraba muy bien, resfriado, dolor de cabeza. Se sentía fea, despeinada y mal vestida. Pero estaba tan emocionada de ver a su amor, que se quedó en el jardincito con él.
La mujer recogió los mínimos excrementos de su perrito en una bolsa. Como no había papelera cerca, la mujer se guardó la bolsa en el bolsillo derecho de su amplio gabán para deshacerse de ella más tarde, cuando continuara su paseo. Gesto escatológico que, sin embargo, la mujer entendía de lo más natural (Una bolsa de plástico cerrada sigue siendo lo mismo independientemente de lo que guarde en su interior).
Lo único que esta pareja había compartido era la lectura de la novela “El Alquimista”. La mujer intentó convencerlo del paralelismo de su situación, de buscar juntos un sueño que compartir. El hombre prefirió la comodidad mediocre del oasis familiar a la aventura de cruzar el desierto.
Los sentimientos se enfriaron cuando los problemas aumentaron y al final dejaron de verse. La mujer lo pasó muy mal, pero poco a poco fue olvidando ese amor que nunca llegó a cuajar. El tiempo pasó. Un año después el hombre volvió a interesarse por la mujer. La seguía por los bares que ella frecuentaba intentando, sin gran éxito, reanudar su relación. Pero ella, desengañada, no quería saber nada de sentimientos mediocres, y lo rechazó.
Curiosamente tres únicas noches volvieron a encontrarse, y las tres veces coincidió que la mujer, por diversas circunstancias casuales, llevaba una pieza diferente de bisutería en el bolsillo derecho de su ropa.
La primera vez, una pulsera que no había podido abrocharse sola. Era una correa de cuero rematada por dos piezas metálicas en forma de macho y hembrilla. La segunda un pendiente que le hacía daño por no ser de metal noble y acabó guardado en el bolsillo. La tercera vez un collar plateado parecido a una correa para perros que una amiga acababa de prestarle para que lo luciera en otra ocasión.
Las tres joyas tenían cierto simbolismo sexual por su forma y modo de abrocharse. Así que la mujer supuso divertida que era una especie de compensación mágica de alquimista. Aquella bolsa de excrementos que una vez se guardó en el bolsillo del gabán, convertida en joyas de tan escaso valor como lo había sido su relación.
También se convenció de que las joyas simbolizaban las relaciones sexuales que ya nunca tendrían.
Definitivamente, nunca hubo un anillo.
(Aunque escrita en forma de cuento, me consta que esta historia es real)
2 comentarios:
Pendiente, dibujo digital perteneciente a la colección "detalles delicados"
:)
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