lunes, 6 de enero de 2025

NO RESPONSABLE

El pasado 28 de diciembre, día de los santos inocentes, se cumplieron ya 20 años desde que me abandonasteis por completo dejándome tan sola como nunca antes lo había estado:

FRED ASTER
1-6-2000
12-11-2017
Piedad prometida, compañero, hasta tu última tarde me hiciste reír.

GINGER ROYERS
1-6-2004
28-12-2020
Me he podido despedir de ti con amor y piedad, pero aún me dueles.

Tantos sentimientos cuando se condensó esa nube de mi vida que duró 20 años son difíciles de resumir, pero tampoco me apetece detallarlos, quizás algún día me atreva, pero lo dudo porque hay una larga lista de espera, y a mí cada vez me da más pereza escribir.
Cuando falleció Fred, mi preferido, el más frágil, el payaso, el que me hacía reír, ... me quedé vacía, no sabía qué sentir, estaba en shock. No me dolía su muerte, quizás porque llevaba tiempo temiendo que después de que había sido un perro feliz, en sus últimos momentos alguna enfermedad grave pudiera hacerlo sufrir. No fue así, y el momento temido fue sin embargo inesperado, como si no creyera que había sucedido.
Con Ginger fue muy distinto. Juro que la quería, pero su carácter miedoso, inseguro, exigente, inoportuna, nunca conformada, ... consiguió que no nos lleváramos bien. Sin embargo su muerte, aunque aconsejada que no solicitada, me dolió y me duele cada vez que me acuerdo de ella. Poco importa que me dijeran que era lo mejor para ella, porque yo me reprochaba que también fuera lo mejor para mí.
Muchas veces había pensado que cuando, por edad, se quedara sola conmigo la compensaría con el cariño de ser mi única perra. Creía que se lo debía. Tiendo, con cierto masoquismo, a sentirme culpable de todo. No pudo ser, en realidad su miedo y su inseguridad aumentaron con la pérdida de su compañero, y no parecía que mi atención la relajara, impidiendo los buenos momentos que hubiéramos podido compartir.
Lo peor llegó en el último año. Fuerte como estaba con sus 16 años, parecía que iba a gozar de una vejez larga y saludable, sin embargo la traición llegó en forma de cada vez más habituales ataque epilépticos que fueron minando su salud y mi angustia de cada noche.
Mis perros me dieron mucho, sobre todo razones para salir de casa, disfrutar de la naturaleza, campos ríos y montañas, pero también me privaron de la libertad que ahora no se cómo disfrutar. Su pérdida me dio soledad, pero también la relajación por primera vez de saberme no responsable de ningún otro ser.
Quizás los podría haber tratado mejor, pero aseguro que es mi ferviente deseo que, en mi vejez más dura, alguien me trate tan bien como yo los traté a ellos, que me acaricie, que masajee cada unos de mis doloridos músculos, de mis artrósicas articulaciones, que me haga regalos, que me de caprichos, que me cante al oído cuando ya no pueda oír.   

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