viernes, 8 de marzo de 2024

ANÉCDOTA DOCENTE

Mi primer trabajo remunerado fue como profesora de inglés en la Escuela de Prácticas aneja a la Universidad del Profesorado de E.G.B. de Huesca.
Apenas tenía 22 años y tenía a mi cargo seis aulas tan repletas de alumnado adolescente, que esos números serían inadmisibles en la legislación actual.
Era un final de curso cuando el director del centro nos llamó a la profesora de francés y a mí. Nos contó que el tutor de una de las aulas estaba enfermo y no podía atender a los padres y alumnos en la recogida de notas, por lo que había dispuesto que nosotras juntas lo sustituyéramos, ya que entre las dos podíamos dar referencias de todos los alumnos.
La entrega de notas pasaba sin incidentes cuando uno de los padres entró en el aula acompañado de su hijo, un niño de 13 años tímido y apocado de los que intentan pasar desapercibidos en clase. 
Nos dio pena entregarle ese boletín en el que aparecían cuatro asignaturas suspensas que tendría que recuperar en septiembre, sin embargo el padre, que parecía tener el mismo carácter que su hijo, se limitó a recoger el boletín y se despidió amablemente sin comentar nada al respecto.
No había pasado ni media hora cuando llegó una madre casi arrastrando a ese padre por el brazo, y nos echó una bronca impresionante, además inmerecida porque mi compañera no era profesora de ese niño, y mi asignatura la había aprobado. Escuchamos su exabruptos en silencio, tan atónitas que ni nos perturbaban, éramos demasiado jóvenes para ofendernos con semejante actuación.
Cuando se marcharon con el portazo de la madre, ambas explotamos a reír. Contagiadas nos tapábamos la boca intentando ahogar esas carcajadas que hubieran podido delatarnos y hacer que la mujer volviera a entrar. Comentábamos la escena que suponíamos había ocurrido en esa casa a la llegada del padre con el boletín de notas. 
Cuando nuestras risas se calmaron, ambas concluimos que pobre hombre, y pobre hijo, evidente era la causa de su carácter triste y apocado. 
Sin ninguna duda también la despótica dominación de la madre era en gran parte culpable del, sorprendente para mí, fracaso escolar de su hijo, al que también recuerdo por una triste anécdota que había protagonizado en mi clase ese mismo curso.
Era la segunda hora de la tarde, la última del día, y los alumnos ya cansados e inquietos iban ocupando sus asientos remoloneando. Un niño se acercó a mi mesa para pedirme que si podía ir a otra aula a buscar una silla porque no tenía. Yo no entendía la situación, así que le pregunté que dónde se había sentado durante la clase anterior. El alma se me cayó a los pies cuando me contestó que había estado de rodillas. Le dije que sí sin entrar en más detalles, sabía que no había sido un castigo, sino que no se había atrevido a decirle al profesor anterior que no tenía silla y había estado toda la hora de rodillas para que no se notara.
Sentí una inmensa tristeza que ni siquiera podía aliviarla el hecho de que yo sí podía generarle la confianza de atreverse a hablar conmigo.  

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bonita historia, "Hay gente pa to" muy bien contada y muy divertida.